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El cochayuyo, la nutritiva pero desprestigiada alga, hoy es un superalimento

La más famosa de las algas chilenas comienza a ganar una nueva reputación en las mesas nacionales. Lee el reportaje de revista Viernes.

17 de Febrero de 2017 | 15:56 | Por Cristóbal Bley
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Fotos: Sabino Aguad / Ilustración de portada: Edith Isabel
REVISTA VIERNES DE LA SEGUNDA

"¿Por qué no comemos esto hoy?". Era la hora de almuerzo y Luis Emilio Casanueva (77) llegaba a la casa de su hermano Carlos con una bolsa en la mano. Después de más de veinte años seguidos viviendo en Estados Unidos, con sus cinco hijos ya crecidos e instalados en la Costa Oeste, en diciembre de 2014 volvió a pasar un verano en Chile. No era un viaje normal: en mayo de ese año tuvo que someterse a una compleja cirugía al corazón, con cinco baipás incluidos, por lo que podían ser tanto unas vacaciones como una despedida.

El viaje duró todo el verano y se concentró especialmente en Zapallar, en la casa de su hermano, el acomodado balneario que solía visitar cuando niño, al igual que su padre, su abuelo y su bisabuelo. Y un día apareció Luis Emilio con esa bolsa, que la había comprado en un almacén, y la puso sobre la mesa. "¿¡Cochayuyo!?", le dijeron Carlos y su mujer. "¡No! ¡Eso es pésimo!".

"A mí me ha gustado siempre", dice ahora Luis Emilio, de voz fuerte y piel bronceada, sentado en la estrecha terraza de la casa que arrienda en Zapallar desde marzo de 2015. Aunque tenía pasaje de vuelta para volver a California, decidió no subirse al avión y quedarse en este pueblo, según él el lugar más lindo del mundo, donde por primera vez probó el cochayuyo.

"Me acuerdo cuando chico que en los veranos acá comíamos cochayuyos, chupe de locos, al otro día pastel de papas, después había unas humitas. Era un plato más", dice, sin entender de dónde surgió el desprestigio en el que desde hace mucho tiempo ha caído esta alga parda que sólo crece en Chile y Nueva Zelanda. Si bien por cientos de años fue parte sustancial de nuestra dieta, en el último siglo se convirtió en un ingrediente descartado por las familias, sinónimo de asco para muchos niños y, como ha dicho la antropóloga Sonia Montecino, asociado a la pobreza y lo indígena.

Su hermano, como gran parte de los chilenos de hoy, no quiso saber nada del cochayuyo, pero Mariana González sí. Ella trabajaba cocinando en esa casa y, sin querer, escuchó a Luis Emilio y su interés por el alga. Agarró la bolsa de cochayuyos y al otro día la llevó de vuelta convertida en una porción de estofado, con papas, cebolla, ajo y huevo. Se la trajo casi a escondidas, servida en un pequeño pote plástico. "Esto es para usted", le dijo Mariana despacito, como si le estuviera entregando una botella de whiskey en tiempos de la Ley seca.

"Estaba exquisito", recuerda Casanueva, cuya casa en Zapallar, que a su vez está instalada en el patio de otra, dentro del sector más antiguo del pueblo, resultó coincidentemente ser vecina de la de Mariana. Comenzaron a verse todos los días y Luis Emilio, obsesionado con los recuerdos que le evocaba el cochayuyo –y asombrado por la escasez de lugares y personas que lo cocinaban–, le empezó a pedir más y más preparaciones.

"Hasta que un día yo le dije a la Mariana: '¿Sabes qué más? ¿Por qué no hacemos una cosa entretenida? Hagamos unas recetas de cochayuyo, nos juntamos en mi casa, yo compro las cuestiones, tú haces la cocinación, y Raúl Godoy, un amigo que me estaba dando unos talleres de fotografía, hace las fotos", dice Casanueva. Desde abril de 2015 se juntaron todos los miércoles a las 10:30 de la mañana, siempre elaborando una receta distinta: del estofado pasaron al quiche, del quiche a las empanadas y de ahí a las albóndigas, los panqueques, los tallarines e incluso un paté de cochayuyo.

Mariana, que nació y creció en San Francisco de Mostazal, 24 kilómetros al norte de Rancagua, no era una experta en esta alga: su mamá la obligaba a comer porotos con cochayuyo cuando chica, pero después de eso pasaron décadas –trabajando como empleada doméstica en Santiago y luego casándose y viviendo en Zapallar– hasta que, gracias al estofado que preparaba su suegra, lo volvió a probar.

"Y dije: si había empanadas de pino, ¿por qué no pueden ser de cochayuyo?", recuerda Mariana. "Ahí empezamos a tantear. Fue todo en conjunto, ensayando, preguntando. Y resultaba. O lo probábamos y decíamos mejor echémosle esto, o esto otro. Yo no sabía todas las posibilidades que tenía".

Lo que empezó como una excusa para pasar el tiempo y un refugio para comer cochayuyo, se transformó después de siete meses en más de treinta recetas registradas y fotografiadas. Sin quererlo ni buscarlo tenían un libro, El cochayuyo: historias y recetas, que a fines del año pasado se publicó a través de la editorial Ocho Libros. "Me gustó la cosa porque además era un producto underdog, injustamente mal mirado y que a nadie le gustaba. Pero fíjate: de toda la gente que convidamos a comerlo, ninguno lo rechazó y a todos les encantó"dice Luis Emilio.

Lea el reportaje completo en revista Viernes.
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