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Columna de opinión: Boric y la Convención

Todo el mundo sabe que los vínculos institucionales o formales son una cosa y que, al lado de ellos, o por debajo, como una amalgama invisible, hay otro tipo de vínculos, más fuertes y sustantivos.

11 de Marzo de 2022 | 07:25 | Por Carlos Peña
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El Mercurio
¿Hay algún vínculo entre el Presidente Boric y la Convención Constitucional, un lazo invisible que ate la suerte de uno a la suerte de la otra?

Si se intenta responder esa pregunta desde el punto de vista meramente formal, la respuesta es negativa. El Frente Amplio es solo una de las fuerzas representadas en la Convención y no siempre parece acompasar sus decisiones a las de quien gusta fungir como su hermano mayor, el PC. De manera que amparándose en las formas, el Presidente Boric podría muy bien decir, y no mentiría, ni simularía, ni estaría equivocado, que la Convención es una cosa y su gobierno otra distinta.

Pero todo el mundo sabe que los vínculos institucionales o formales son una cosa y que, al lado de ellos, o por debajo, como una amalgama invisible, hay otro tipo de vínculos, más fuertes y sustantivos. Se trata de los vínculos a los que se podría llamar culturales o, si la palabra no fuera mal entendida, espirituales.


Y ahí sí que la distinción entre Boric y la Convención desaparece.

Porque, para comenzar por lo obvio, entre la mayor parte de la Convención y Boric hay una identidad profunda, una de las más profundas que conocen las sociedades humanas. Se trata de la identidad generacional. Las generaciones (se sabe desde Comte en adelante) son mucho más que un grupo de personas nacidas en un mismo rango de fechas. Las generaciones son un grupo de seres humanos que comparten un mismo horizonte de sentido, una misma sensibilidad vital, una misma forma de experimentar el desafío de la existencia. Todos los temas de la Convención —la visión edénica de los pueblos originarios, la creencia de que decir ancestral es decir virtuoso, el pluralismo en todas sus formas, los derechos de la naturaleza y los de los animales y un cierto adanismo en la manera de concebir la política— han estado presentes en el discurso de Gabriel Boric, y ello no porque comparta con los miembros de la Convención el mismo puñado de ideas (después de todo, hay algunos convencionales que o no las tienen o logran ocultarlas muy bien), sino porque tiene en común con ellos una misma sensibilidad, una misma forma de concebir el entorno y los desafíos que plantea.

Y al lado de esa comunidad de espíritu hay todavía otro vínculo.

Se trata de lo que pudiera llamarse un vínculo instrumental: el cambio constitucional sería una condición necesaria para las transformaciones que la sociedad requeriría. Para comprender esto hay que distinguir entre reformar y transformar. Una política de reforma se orienta a corregir los resultados inequitativos de los acuerdos sociales, sin afectar el marco general que los origina. Un ejemplo de ese tipo de política serían los subsidios que dejan intacta la desigualdad de base.

Una política transformadora sería aquella dirigida a corregir los resultados inequitativos mediante la reestructuración del marco general implícito que los origina. Boric ha sostenido reiteradamente que la actual Constitución está plagada de cerrojos y de trampas que impiden una política transformadora y que, por eso, es urgente cambiarla. Así entonces, el cambio constitucional, según el propio diagnóstico del Presidente, es la condición de posibilidad para que su programa de transformaciones al menos se inicie.

Así entonces es probable que el Presidente acostumbre por estos días elevar, para sus adentros, una plegaria por el éxito de la Convención.

El único problema es que esa vinculación entre el cambio constitucional y una política transformadora exige una alta precisión técnica que, hasta ahora, parece opacada por el entusiasmo identitario y la ilusión, en una parte de la Convención, de contar con una voluntad omnipotente que exonera de cualquier reflexión. El peligro entonces consistiría en que el nuevo texto no satisficiera las exigencias de la transformación, sino que, al acercar la comunidad política a un archipiélago de identidades e intereses reunidos en una asamblea, acabe obstaculizándola.

Entonces Gabriel Boric acabaría viviendo en carne propia eso de Teresa de Ávila, quien dijo que a veces se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las desatendidas.
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