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Fernando Silva Vargas, historiador: "Hablar de ‘naciones indígenas’ es sencillamente un disparate"

"No estamos solo ante un proceso constituyente, sino ante lo que pretende ser un proceso revolucionario", donde "el primer paso para lograr tal fin es reescribir la historia", afirma el académico, al analizar estos dos meses de Convención y las ideas que se han instalado.

24 de Septiembre de 2021 | 08:00 | Por Álvaro Valenzuela Mangini, Crónica Constitucional
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El Mercurio
Aunque Fernando Silva Vargas prefiere identificarse solo como "un abogado aficionado a la historia", su trayectoria desborda tal definición. Expresidente de la Academia Chilena de la Historia —a la que ingresó ocupando el sillón que dejara vacante su profesor, Jaime Eyzaguirre—, el arco que va desde que en 1962 su tesis "Tierra y pueblos de indios en el Reino de Chile" obtuviera el Premio Miguel Cruchaga Tocornal, hasta la publicación, el año pasado, del segundo tomo de la "Historia de la República de Chile" —de la que es uno de los editores—, resume la amplitud de su trabajo. Una experiencia que ha ido en paralelo con su paso por el periodismo, la docencia universitaria e incluso el servicio público (colaboró con Julio Philippi, en el Ministerio de Tierras y Colonización, a principios de la década de 1960).

Su bajo perfil y su reticencia a la exposición no lo hacen, sin embargo, menos enfático al momento de analizar el escenario en que hoy se desarrolla la Convención Constitucional y la particular relevancia que allí han adquirido las materias históricas. Consciente de que varias de sus afirmaciones pueden desatar la ira de la ortodoxia políticamente correcta, no duda —al responder por escrito el cuestionario de Crónica Constitucional— en cuestionar conceptos que hoy dominan la discusión.

¿Le sorprende el protagonismo que han tomado ciertos temas de nuestra historia en los debates de la Convención Constitucional? ¿A qué lo atribuye?

—No es para nada sorprendente. Al contrario, ese protagonismo es un elemento indispensable en el proceso que estamos viviendo. Frente a lo que todavía parece creerse, no estamos solo ante un proceso constituyente, sino ante algo mucho mayor, ante lo que pretende ser un proceso revolucionario. Este ha ido avanzando de manera decidida desde octubre de 2019 hasta la actual etapa, en que ya no se trata solo de redactar una nueva Constitución, radicalmente diferente a las anteriores, sino, mediante ella, refundar a nuestro país. Al margen del candor infantil que supone reconocerle semejante poder a una Constitución, el primer paso para lograr tal fin es reescribir la historia. Este propósito es ya antiguo, y a él han contribuido numerosos historiadores marxistas, algunos bien conocidos, como Julio César Jobet, Hernán Ramírez Necochea o Gabriel Salazar.

Tal reescritura no pretende conocer el pasado y, fundamentalmente, el comportamiento de los individuos y de los grupos sociales, sino, de acuerdo al esquema de la lucha de clases, juzgar y condenar a unos y a otros por la responsabilidad que les cupo en la construcción de la república. Desde la perspectiva de los refundadores, el resultado de esos dos siglos ha sido deplorable: el enriquecimiento de unos pocos y la pauperización de la mayoría; el poder radicado en una cerrada oligarquía; el permanente aumento de la desigualdad, el racismo, el machismo y el paternalismo; el genocidio de los pueblos originarios, el ecogenocidio, y otras cosas negativas que cabría imaginar. Por tal motivo es urgente construir todo de nuevo, y ahora hacerlo bien. Aquí está la base de la utopía refundacional.

¿Le parece acertado un concepto instalado en este proceso, como es el de plurinacionalidad? ¿Encontraron efectivamente los españoles al llegar "naciones" indígenas?

—Por lo que nos informan los cronistas más o menos contemporáneos de la llegada de los conquistadores, lo único que les permitió a estos hacer una distinción entre los grupos aborígenes con los que se encontraban fue el lenguaje, diverso de valle en valle. Lo más similar a una nación, en el sentido moderno del término, fue, me parece, lo que quedaba de la estructura político-social impuesta por los incas. Pero el sustantivo "nación" se empleó efectivamente para referirse a los indígenas de la Araucanía —basta leer a Ercilla—, como era lo habitual en el siglo XVI para hablar de un grupo humano con características marcadas, que era el caso de los mapuches de ese territorio. Sin embargo, los españoles advirtieron las diferencias existentes entre los variados grupos mapuches —al menos uno, según los etnólogos, originalmente no lo eran, como los pehuenches—, por lo que se acostumbró a usar el término "parcialidad".

Se trataba, en verdad, de clanes, los levos de los mapuches, encabezados por un cacique y con varios principales, probablemente subordinados a aquel. Estos levos, sin embargo, carecían de una relación política de unidad, y eran frecuentes las luchas entre ellos. Como es bien sabido, muchas parcialidades apoyaron a los españoles, y durante el proceso emancipador algunas lucharon por el rey y otras por los patriotas. ¿Y no intervinieron determinadas agrupaciones mapuches en las guerrillas de Benavides y de los Pincheira y, más adelante, en las revoluciones de 1851 y 1859? Jamás existió una unidad política entre los araucanos, por lo que hablar hoy de una nación indígena es un abuso semántico. Y hablar de "naciones indígenas" es sencillamente un disparate.

¿En qué medida la reivindicación de Chile como un país compuesto por “pueblos” es compatible con la realidad del mestizaje?

"Este es para mí uno de los fenómenos más fascinantes e inquietantes que estamos viviendo", advierte Silva. Y en su extensa respuesta aborda la particular evolución que ha seguido el tema, desde que en el siglo XIX todos los chilenos, salvo los mapuches, se consideraban blancos. Luego, si ya a comienzos del siglo XX se empezó a reconocer —"con bastante reticencia"— nuestro carácter de pueblo mestizo, al terminar esa centuria “el reconocimiento del mestizaje era general, e incluso se aceptó que la mayoría de las familias, distinguidas y no tanto, no solo eran mestizas, sino que tenían también algunas gotas de sangre africana. Pero hoy, por arte de birlibirloque, los mestizos se esfumaron, lo que, utilizando aquella expresión cara a la izquierda, constituye una paradójica forma de negacionismo. Como contrapartida, ha aparecido una infinidad de ‘etnias’, alguna, como la diaguita, probablemente diluida o desaparecida a la llegada de los conquistadores, pero creada en virtud de la ley 20.117, de 2006, en un procedimiento característico de la picaresca criolla. Pienso que los changos, generados por la ley 21.273, de 2020, son tan mestizos como cualquier habitante de Coquimbo o Valparaíso. Fue, además, una sorpresa para mí encontrarme con otra etnia originaria, los collas, ya contemplados en la ley 19.253. No dudo de su existencia en lo que hoy es Bolivia, pero seguramente mi ignorancia me impidió saber que los collas estaban entre las etnias originarias de nuestro país. Puedo asegurar, en todo caso, que jamás me he encontrado con rastros de esos indígenas en Chile en la abundantísima documentación colonial que he revisado durante años".

Con todo, para el académico, el tema amerita otras observaciones.
"Con la instalación de los españoles en nuestro país, la necesidad de mano de obra se hizo muy grande y, tal como lo habían hecho los incas, se procedió a un generalizado traslado de indígenas desde muy diversos lugares. De esta manera se buscaba tanto contar con mano de obra como rellenar las encomiendas, que se reducían por fuga y por muerte de los indígenas. Durante el gobierno de Ambrosio O’Higgins se crearon en el Norte Chico y en la zona central numerosos ‘pueblos de indios’. Los abundantes informes que existen sobre ellos hablan constantemente de que sus habitantes eran en lo fundamental mestizos, mulatos y españoles, con muy pocos que, a los ojos de los protectores de indios, eran realmente aborígenes. Ese es el sustrato demográfico que nos muestra la documentación para fines del siglo XVIII, y que es el propio de un país en un generalizado proceso de mestizaje. ¿Puede sostenerse honesta y científicamente, en consecuencia, que hoy subsistan en el país todas las etnias que contempla la ley 19.253?".

"Lo que, a mi juicio, está ocurriendo es un diestro aprovechamiento de la referida ley con fines claramente económicos. Esa norma da extraordinarias facilidades para que cualquier chileno se convierta en indígena —con el inaceptable y erróneo empleo del apellido como prueba de diferenciación étnica—, a lo que se une un expedito trámite para constituir comunidades. Con todo esto los sedicentes indígenas y sus comunidades no solo captan los numerosos subsidios contemplados en la ley 19.253 y en otros cuerpos legales, sino que tienen un poder decisivo frente a proyectos de inversión, en especial los mineros. Ya sabemos cómo se resuelven esos problemas: con dinero, con mucho dinero. Las etnias cuentan, además, con respaldos jurídicos importantes, como la Declaración de la ONU sobre Derechos de los Pueblos Indígenas y el Convenio 169 de la OIT. Vemos, asimismo, una consecuencia inesperada surgida del hecho de estar registrado como indígena: desaparece la igualdad ante la ley de que gozaban todos los chilenos, y nos encontramos con que en materia política hay algunos que son más iguales que otros".

"Se presenta, por último, un problema, a mi juicio muy grave, surgido de la ley 19.253. Si esta y sus adiciones nos entregan una lista de etnias originarias, implícitamente están afirmando que hay otras que no lo son y que han invadido un territorio que no les pertenecía. Se entiende así que esa ley contemple disposiciones para devolverles a los indígenas sus tierras ancestrales. Pero esa compra ha resultado lenta, engorrosa y fuente de prácticas corruptas. Por eso el camino más rápido para alcanzar el objetivo de ‘recuperar’ el Wallmapu ha sido la violencia, ejercida por una pequeña minoría muy bien organizada y radicalizada. Se ha repetido insistentemente que Chile es un país racista. Es un punto opinable, pero de lo que no cabe duda es de que el Estado puso en vigencia una ley tan claramente racista que no vaciló en hacer una enumeración de etnias, que no otra cosa son las razas, aunque todos sabemos cuán impreciso, cuán equívoco, cuán falso, en último término, es ese concepto. Uno no puede dejar de experimentar un desagradable malestar frente a esta norma, que recuerda otras que, para su desgracia, conoció buena parte de Europa con el régimen nazi. Es necesario tener presente que la recuperación del territorio supone que este ha de ser para los mapuches. ¿Qué ocurrirá con quienes no lo son? La pregunta se responde mirando con una mínima atención lo que está ocurriendo en La Araucanía: se inicia una nueva etapa, que es la ‘limpieza’ étnica. Y no faltan los modelos".

Las discusiones sobre la relación entre el Estado de Chile y los mapuches identifican la llamada “pacificación de La Araucanía” como el momento en que, según muchos, el Estado viola sus compromisos e invade y despoja de lo suyo a los mapuches. ¿Es acertada esa caracterización? ¿Cómo se entiende lo que entonces ocurrió?

—Esas afirmaciones ignoran hechos perfectamente conocidos. Nuestra Frontera, como todas, fue extraordinariamente porosa y permitió no solo el intercambio comercial entre españoles (o chilenos) e indígenas, sino la instalación de los primeros en las tierras al sur del Biobío. Este proceso no es solo del siglo XIX: comenzó con la conquista. Un trabajo reciente sobre la isla de La Laja ha mostrado, con sólida documentación, las modalidades de este desplazamiento, la temprana formación de predios agrícolas, las relaciones entre españoles e indígenas y el avanzado mestizaje de estos últimos. Porque los mapuches son también mestizos, y no solo por las mujeres españolas capturadas tras el alzamiento de 1598, sino por muchas otras robadas en las periódicas correrías indígenas contra pueblos y campos de españoles. Y los numerosos españoles "aindiados" —entre estos encontramos hasta inquilinos de los caciques— también desempeñaron un papel decisivo en este proceso.

"En cuanto a los compromisos, siempre se alude al tratado de Quilín, cuando Chile era parte de la monarquía hispana. Y para la república, hay alusiones a un tratado de 1825, cuyo texto no se conoce. La incorporación de la Araucanía, iniciada durante el gobierno de Pérez y a cargo de Cornelio Saavedra, fue pacífica, hecha incluso con ayuda de los indígenas, sin perjuicio de choques, más o menos periódicos, con grupos de estos reacios a la presencia de la estructura institucional chilena, a la fundación de fuertes y pueblos y a la repoblación de viejas ciudades".

"El gran alzamiento de 1881 —inducido, según Pascual Coña, por caciques argentinos—, cuando Chile estaba en guerra con Perú y Bolivia, originó un cambio en esa política. Al ataque de los indígenas a varios fuertes se unió la destrucción e incendio de casas y bodegas de los fundos, el robo de animales y el asesinato de sus habitantes. Esto llevó a una esporádica represión armada, que obligó a avanzar hasta el río Cautín y fundar numerosos fuertes, Temuco entre ellos. Con la ocupación de las ruinas de Villarrica por Gregorio Urrutia a fines de 1882, la incorporación de la Araucanía se pudo considerar concluida. Y para impedir la repetición de esos alzamientos, se aceleró la introducción de colonos y, al mismo tiempo, la tarea de otorgar títulos de dominio a los indígenas. Este proceso, que sin duda mostró numerosas falencias, distó de ser un genocidio, como lo han sostenido majaderamente algunos académicos".

Gabriel Salazar ha dicho que la única Constitución legítima que ha tenido Chile fue la de 1828, porque fue el resultado de un movimiento constituyente popular luego sofocado en Lircay por un "ejército mercenario" pagado por Portales. ¿Qué le parece esa interpretación?

—Las interpretaciones históricas llevan a que la disciplina esté en permanente cambio. Otras fuentes, el análisis más profundo de ellas, los aportes de las ciencias sociales y de la economía explican las nuevas perspectivas. Todo esto supone un trabajo honesto y riguroso. Cosa diferente es imaginar, dentro de un marco ideológico que no vacila en ocultar o distorsionar las fuentes, la forma en que ocurrieron los hechos. Lo afirmado por Salazar, que se inscribe en esta última modalidad, me parece una tontería. La Carta de 1828, que sin duda es técnicamente muy superior a las precedentes, fue, según se dice, el resultado de un Congreso Constituyente. ¿Qué valor tendría este cuando sabemos que sus diputados fueron elegidos mediante una eficacísima intervención del Ejecutivo, a la que se agregaron innecesarios abusos y falsificaciones de votos y de actas en las mesas receptoras de sufragios? Gracias a esto, las cuatro quintas partes de los diputados al Congreso eran militantes del difuso sector liberal, con sujetos que no provenían precisamente de los medios populares: Diego Antonio Elizondo, Francisco Ramón Vicuña, Melchor de Santiago Concha (que debió haber sido VI marqués de Casa Concha), José Gaspar Marín, Santiago Muñoz Bezanilla, Pedro José Prado Montaner, Bruno Larraín Aguirre, Juan de Dios Vial del Río, Pedro José Lira Argomedo, Francisco Ruiz Tagle, Diego Antonio Barros, Manuel Antonio Recabarren (de la familia de los condes de Villaseñor), José Francisco Gana, etc. Y del quinto excluido, formado por pelucones, estanqueros y o’higginistas, muy pocos asistieron a las sesiones. Solo siete personas integraron la comisión que elaboró el proyecto de Constitución, entre ellas Melchor de Santiago Concha y José Miguel Infante. El primero era considerado el más ducho en la materia, como abogado y graduado en Derecho en la limeña Universidad de San Marcos, y el segundo se marginó al no aceptarse la introducción del federalismo. Lo más llamativo es que nada sabemos de los debates. Las actas, que están recogidas en las Sesiones de los Cuerpos Legislativos, solo contienen la aprobación de los artículos, a veces muchos en una sesión, y muy de tarde en tarde se alude a alguna indicación. Siempre me he preguntado a qué obedeció esa anomalía. La obvia sospecha es que el proyecto fue elaborado entre cuatro paredes para, a continuación, ser despachado sin discusión. En la elaboración de la Carta de 1828 fue decisivo el gaditano José Joaquín de Mora, abogado y prolífico periodista. Este, aunque estaba encargado únicamente de revisar la redacción, intervino mucho más que como un mero redactor, según él mismo lo confesó a un amigo. Con un Congreso de obedientes correligionarios, la aprobación fue veloz y sin problemas. Así funcionó el “movimiento constituyente popular” de 1828.

"En cuanto al ‘ejército mercenario’, era simplemente el ejército del sur. ¿Pagado por Portales? No, sostenido por Portales, Rodríguez Aldea y varios vecinos de Santiago. Incluso un escolar entiende que un ejército que se rebela contra el poder central difícilmente recibirá de este los fondos para la mantención de las tropas".

Como historiador, ¿le preocupan las definiciones de “negacionismo” que se han planteado en los debates de la Convención? De replicarse conceptos como estos en el texto constitucional, ¿qué efectos podría tener en la investigación histórica?

—Una aclaración previa, por respeto a la sensibilidad de los historiadores profesionales: soy solo un abogado aficionado a la historia. Y como tal, puedo decir que el negacionismo es el arma de los totalitarios. Se acusa de negacionista al que se aparta de la verdad oficial, que es la fijada por el gobierno. Y este hace elaborar una historia que es la auténtica y frente a la cual no caben objeciones ni interpretaciones. Los regímenes comunistas han mostrado una sorprendente capacidad para emplear esa herramienta. Sin embargo, en Chile hemos sido capaces de perfeccionar el sistema, pues, antes de ser gobierno, un sector político se ha adelantado a elaborar una pretendida verdad oficial, de manera que le es muy fácil calificar de negacionista a quien no esté de acuerdo con ella. La eficacia de esta modalidad se alcanza merced a los insultos, a las funas, a las descalificaciones y a las burlas, que silencian a los disidentes. Y no faltan las cartas a los diarios, con numerosísimas firmas de académicos y miembros de ONG, que denuncian al infractor. Por ejemplo, con lo que yo he respondido ahora quedaré automáticamente descalificado por negacionista, a lo cual se podrían agregar otros calificativos, como fascista, racista y, el peor de todos, conservador.

"Cabría agregar que en el caso hipotético de incluirse el negacionismo en la también hipotética futura Constitución se abriría el camino a medidas mayores, como la ‘reeducación’ al estilo comunista, o bien la sanción penal".

¿Qué nos dicen todos estos debates del modo en que se aborda la historia en nuestra educación escolar?

—Me parece que lo que hoy estamos observando es producto de la profunda deformación que han causado los programas oficiales en la enseñanza de la historia. Y conviene subrayar que personas que hoy están horrorizadas con lo que está ocurriendo tienen una enorme responsabilidad por las modificaciones absolutamente sin sentido que con su intervención se han hecho en los programas durante los últimos decenios. Recuerdo que hace un tiempo se realizó, no sé por quién, una encuesta para determinar cuál había sido el mejor Presidente del siglo XX. Respuesta: Allende. Y es perfectamente lógico ese resultado: es lo que se les ha enseñado a los escolares durante 30 años.

Con el agregado de que tienen necesariamente que aprender así nuestra historia, porque las pruebas de aptitud académica o como hoy se llamen contienen preguntas que, para ser bien calificadas, deben ser respondidas en la forma en que lo sugieren los programas. Es, como bien se ve, una forma oblicua e inteligente de instalar una verdad oficial.

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