Érase una vez un emperador obsesionado con la moda, le encantaba estrenar trajes nuevos, caros y elegantes. Era lo único que le importaba. Un día llegaron dos pícaros a la ciudad y se hicieron pasar por unos prestigiosos sastres. Aseguraban que confeccionaban una tela única en el mundo, una tela invisible que su belleza no podía ser contemplada por los ojos de los tontos o de los que tuvieran un cargo del que no fueran dignos.
En los días siguientes, el emperador envió a otros ministros al taller de los dos impostores y todos le contaron maravillas de la calidad del tejido y de los bordados que lo adornaban. Ninguno se atrevió a confesar que no lo había visto.
El mismo emperador no pudo aguantar mucho más y terminó acudiendo al taller pocos días antes del desfile en el que pensaba estrenar el traje y al no ver nada decide no dejarse delatar y comenta lo mismo que sus ministros.
El día del gran desfile llegó y el emperador ya estaba en la calle, desfilando altivo, mientras sus súbditos aplaudían entusiasmados para que nadie notara que no veían nada, excepto a su emperador desnudo.
Tuvo que venir un niño a deshacer todo el hechizo. “¡Pero si ese señor está desnudo!”, gritó y se echó a reír.
La voz de la inocencia es muchas veces la voz de la lucidez. Toda la gente que estaba cerca del niño lo comprendió en ese momento. El niño decía la verdad.
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